Domingo de la Sagrada Familia



Nuestro Dios apareció en el mundo y vivió entre los hombres”. Si lo crees, no lo digas sin asombro, y, si te asombras, no dejes de contemplar el misterio que has creído.
Considera el porqué de esa Navidad: entrarás en un abismo de amor, insondable como el abismo de Dios.
Mira en el espejo de esa Navidad: entrarás en un abismo de humildad, de pobreza, de debilidad, insondable como el abismo del hombre.
Considera lo que en esa Navidad se te ofrece: entrarás en el misterio de la justicia que tu corazón añora, de la paz que todo tu ser desea, de la alegría que cada sufrimiento te hace recordar, de una vida que sólo ese nacimiento puede revestir de inmortalidad.

Y no dejes de considerar lo que del hombre recibe ese Dios que apareció en el mundo: entrarás en el abismo del pecado, que es rechazo del amor, rechazo del don de Dios, rechazo de Dios.

Considera cómo se ha presentado Dios entre los hombres, y te adentrarás en el misterio de la fe: misterio del Dios escondido, misterio de una búsqueda que es hermana de oscuridades y sufrimientos.
Los padres de Jesús lo buscaron angustiados porque lo amaban, lo habían perdido, y no lo encontraban.
También Herodes lo buscó, pero sólo para matarlo.
Como Herodes, lo buscaron quienes tramaron su muerte y lo mataron.
Otros lo buscaron para escuchar su palabra, que dejaba la vida empapada en esperanza. Otros, porque esperaban ser curados. Otros, casi todos, como el posadero de Belén, ni siquiera cayeron en la cuenta de que Dios había aparecido en el mundo y vivía entre ellos.
Nuestro Dios apareció en el mundo y vivió entre los hombres”. Me pregunto si he aprendido a conjugar en tiempos de presente los verbos de esta confesión, me pregunto si también yo puedo encontrar a Dios en mis caminos.
El que a Belén llegó pidiendo posada desde el seno de una joven madre, el que a unos pastores se mostró envuelto en pañales y recostado en un pesebre, llama a la puerta de mi casa cada día, pidiendo entrar y que cenemos juntos.
Me pregunto en qué voz podré reconocer su palabra, en qué llanto su queja, en qué cuerpo su necesidad, en qué rostro su presencia.
Me pregunto si alguna vez lo he reconocido en la Eucaristía y en los pobres. ¡Me pregunto si lo amo!

DOMINGO IV: ¿Quién soy yo?

 
La imagino entrenada en decir “¿quién soy yo?”, pues esa confesión de pequeñez y asombro bien se conjuga con la noticia de una maternidad inesperada, con el vuelo del Espíritu creador sobre la esterilidad sin futuro de Isabel.
Ahora, la misma pequeñez experimenta un nuevo asombro: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”
A su vez, el asombro y la exaltación de Isabel hacen eco a la alegría y a la danza de la criatura que lleva en las entrañas: “¿Quién soy yo” –dice Isabel- para que me visite la madre de la divina gracia? “¿Quién soy yo” –dice Juan- para que me visite la gracia divina de la salvación?
“¿Quién soy yo” –dice en su pequeñez Belén de Efrata-, para que me visite la paz que viene de Dios?  “¿Quién soy yo”, dices en tu pequeñez, Iglesia en Adviento, para que se me anuncie la llegada de mi Señor? “¿Quién soy yo”, para que sus mensajeros llenen de esperanza mi corazón? “¿Quién soy yo”, para que mi Señor me deje escuchar su palabra, y llame a la puerta de mi vida pidiendo entrar y ofreciendo quedarse siempre conmigo? “¿Quién soy yo”, para que mi Señor se me acerque pobre y me pida la limosna de amarlo? “¿Quién soy yo”, mi Dios, para que vengas a mí?
Que hoy al encuentro de tu Señor salgan tu pequeñez y tu asombro, tu alegría y tu danza, tu agradecimiento y tu alabanza.
Feliz domingo.

DOMINGO III ADVIENTO: Aprendiendo a conjugar



En Adviento, los pobres, fijos los ojos en Dios, aprendemos a conjugar los tiempos de su venida. Con el profeta aprendemos el futuro: “El Señor será rey de Israel… ya no temerás”. Con el bautista se nos ha hecho posible conjugar en presente la venida del Señor: “Viene el que puede más que yo”.
En Adviento, nuestra oscuridad se ilumina con luz de promesas divinas, la fe aviva en la noche la esperanza, y, por ser cierta, la esperanza enciende en la noche la alegría: “Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, pueblo del Señor, alégrate y gózate de todo corazón… el Señor tu Dios es tu Salvador”.
En Adviento, los pobres aprendemos a conjugar los tiempos de nuestra peregrinación al encuentro del Salvador: “Confiaré, no temeré… dad gracias al Señor, invocad su nombre, contad sus hazañas”.
En Adviento, como hijos muy queridos de Dios, aprendemos a vivir en la alegría, en la moderación, en la oración, en la paz.
En Adviento, aprendemos a vivir en esperanza el abrazo que daremos a Cristo cuando llegue para todos la Navidad.
El corazón me dice que podemos anticipar ese abrazo en la Eucaristía y en los pobres que la gracia de Dios pone en nuestro camino.
Feliz domingo. Feliz Adviento. Feliz abrazo a Cristo Jesús.

DOMINGO II ADVIENTO: Miramos a Jesús




Miramos a Jesús de Nazaret, tal vez porque es el único que mira siempre con amor. Miramos a Jesús, porque no aparta la mirada cuando la nuestra se cruza con la suya. Miramos a Jesús una y otra vez, como si hubiésemos de caer en la cuenta de que él no deja de mirarnos. Miramos a Jesús, porque somos pobres y él está siempre ahí para nosotros.
Los pobres tenemos un nombre viejo, nombre de ausencias y oscuridades, de penas y soledad, de lágrimas y lutos, de sequedades y heridas. Y miramos a Jesús, buscamos a Jesús, lo deseamos, lo amamos, pues el corazón nos dice que creer en él, encontrarlo, recibirlo, es recibir un nombre nuevo, hecho de “paz en la justicia, gloria en la piedad”. 
 Miramos a Jesús”; pero el corazón sabe que no podríamos mirarlo si antes nuestro Dios y Señor no nos hubiese mirado con amor. “Buscamos a Jesús”, lo que sólo es posible porque antes nuestro Dios y Señor nos ha buscado. “Amamos a Jesús y deseamos encontrarnos con él”, lo que es confesión humilde y agradecida de que nuestro Dios y Señor nos ha amado primero, y desde siempre ha querido encontrarse con nosotros.
Ponte en pie, Jerusalén, sube a la altura, Iglesia santa, y contempla el gozo que Dios te envía”, deja que la fe te lleve de la mano al misterio que estás viviendo. El Adviento es tiempo de conversión para Dios y para ti: Dios se convierte a ti para darte las galas perpetuas de su gloria, para envolverte en el manto de su justicia; y tú te conviertes a Dios para que llegue harmonioso y sin interrupción a su presencia el canto de amor de tu vida. Para Dios y para ti, el Adviento es tiempo de preparar caminos: Dios para ti; tú para Dios. Él se ha hecho camino para el paso de su pueblo, para que, sin tropiezo, ciegos y cojos, preñadas y paridas, puedan avanzar hacia la justicia y la piedad; y nosotros, en el desierto, preparamos caminos para nuestro Dios, para que, sin obstáculos, él pueda acceder a nuestro corazón.
La Eucaristía es imagen admirable del Adviento en que vivimos. Dios se vuelve a nosotros, nos envuelve en su justicia, nos corona con su gloria, y nos da un nombre nuevo: nombre, gloria y justicia los recibimos con Cristo Jesús. Y nosotros nos volvemos a Dios, miramos, buscamos, deseamos, amamos a Cristo Jesús, escuchamos su palabra, lo guardamos con ella en el corazón, allanamos todos los caminos para comulgar con él.
Es Adviento: en Cristo Jesús la mirada de los pobres se cruza con la mirada de Dios.
Feliz domingo.

DOMINGO I ADVIENTO: El Señor se acerca



Se acerca vuestra liberación”. El nuevo año litúrgico empieza con el Tiempo de Adviento, primera etapa del ciclo de la Navidad. La comunidad eclesial se dispone para recibir al Señor que viene. Son muchos los que, tal vez por nuestra indolencia, tal vez por nuestros pecados, no conocen al Señor, no esperan al que viene, no aman al que es su salvador. Llega el Amor, y puedo cerrarle la puerta. Llega mi Dios, y puedo negarle la entrada en mi corazón. Pues del Amor se trata y de mi Dios se habla cuando Jesús nos dice: “Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”.
Todos verán al Hijo que viene, y el creyente, cuando lo vea, sabrá que se le acerca la liberación, pues ese Hijo trae el derecho que deseamos, la justicia que necesitamos, ese Hijo es nuestra libertad.
Por eso, aunque peregrinos y extranjeros en el mundo, ya nos levantamos –resucitados- y alzamos la cabeza, pues en la palabra de la Escritura que escuchamos, en la divina eucaristía que celebramos y recibimos, en los pobres que acogemos y cuidamos, se nos acerca el que nos ama, “se acerca nuestra liberación”, se nos acerca nuestra justicia, se nos acerca Cristo Jesús, nuestro salvador.
Considera el misterio de este encuentro. Considera la dicha que lo acompaña, pues aquel a quien esperas es plenitud del bien que puedes desear; esa dicha se te hace fiesta cuando celebras la venida de tu Señor en el domingo y en el tiempo de Navidad. Pero considera, al mismo tiempo, el sufrimiento que le es inseparable, pues a tu Señor, en su palabra lo reconoces tantas veces ignorado, en la eucaristía por muchos no recibido, y en los pobres privado de cuidados y humillado.
No quiero dejar tampoco en el olvido otra venida del Señor, otro encuentro con nuestra liberación, un tiempo que la naturaleza teme y el espíritu anhela, pues se trata de la muerte, siempre oscura, aunque más allá de ella la fe ve brillar la gloria de Cristo resucitado.
Sea que esperemos al Señor en la Eucaristía, en la Navidad, en los pobres, en la muerte, o en la consumación de los tiempos, conforme a su mandato esperamos en pie, alzada la cabeza, con la certeza de que, con él, llega nuestra liberación. Y mientras esperamos, amamos, de modo que, cuando venga, nos presentemos con él “santos e irreprochables ante Dios nuestro Padre”.
Feliz espera. Feliz Adviento. Feliz encuentro con el Señor.

DOMINGO XXXIV: JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO



En la eucaristía y en los pobres nos visita… ¡El Rey!

A un pobre, juzgado por sanedrines teocráticos y magistrados imperiales, condenado por todos, ajusticiado como blasfemo, como esclavo y criminal, y sellado en un sepulcro para enterrar allí con su cuerpo también su memoria, a ese pobre los cristianos lo celebramos en la liturgia de cada día, que es lo mismo que decir, lo recordamos con agradecimiento y con fiesta, y lo declaramos, no sólo nuestro Rey, sino El Rey del universo, ¡El Rey!
Interrogado por el procurador romano: ¿Eres tú el rey de los judíos?, Jesús de Nazaret, un hombre despojado de todo poder, un acusado a quien todos podían escupir y despreciar, humillar y atormentar, responde: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.
Ese hombre, Jesús, con su púrpura de burla, su corona de espinas, su trono de crucificado, ése es el Rey ante quien nosotros nos inclinamos, henchidos de luz los ojos, henchido de gozo el corazón; ése es el Rey a quien hoy aclamamos diciendo: El Señor reina, vestido de majestad.
En ese hombre, en ese pobre, en su abandono, en su debilidad, reconocemos el amor que da consistencia al universo, la fuerza que lo mueve; en ese retoño sin aspecto que pudiéramos apreciar, en ese desecho de hombre, reconocemos al Hijo más amado, en quien el Padre quiso fundar todas las cosas: Así está firme el orbe y no vacila.
En ese crucificado reconocemos a Aquel que nos amó y nos liberó de nuestros pecados y nos ha convertido en un reino, y nos ha hecho sacerdotes de Dios.
De ese hombre nos fiamos. A ese Rey le abrimos de par en par las puertas de nuestra vida.
Sea que lo recibamos resucitado y humilde en la divina eucaristía, sea que lo recibamos herido y necesitado en el cuerpo de sus pobres, es siempre el Rey quien entra en nuestra vida, es el Señor quien se sienta como rey eterno, es el Señor quien bendice a su pueblo con la paz.
Pero éstas son sólo cosas de la fe, misterios que la fe revela, alegría que ella pone en el corazón, luz que ella enciende en la mirada. El milagro de la fe nos permite ver al Rey, recibirlo y abrazarlo en la Eucaristía y en los pobres.