Domingo XXII: CON DIOS, LA PALABRA LA TIENE EL CORAZÓN


 
Somos muchos los que continuamos sin aprender que, en la relación con Dios, la palabra la tiene el corazón, y que sólo si el corazón está cerca de Dios, podrán los labios decir palabras que no sean pura hipocresía.
 
En nombre de nuestras tradiciones murmuramos de los discípulos de Jesús; en realidad, es de Jesús de quien nos quejamos, pues a nadie se le oculta que los discípulos hacen lo que el Maestro les ha enseñado a hacer o les permite hacer.
 
“Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. Somos muchos los que, en nombre de nuestras tradiciones, de nuestras ideologías, de nuestros gustos, de nuestras certezas, dejamos a un lado el mandamiento de Dios, que es un modo de decir que dejamos a un lado al mismo Dios.
 
Se adivina en las palabras de Jesús la soledad de una terrible experiencia, que se hará extrema en la soledad de la cruz: Me dejáis a un lado, me desecháis, para aferraros a la tradición de los hombres.
 
Son muchos, demasiados, los hombres y mujeres dispuestos a pelear, tal vez a matar, por “tradiciones humanas”. Son muchos los que no sienten por la palabra de Dios el apego del corazón que ella merece. Somos muchos, demasiados, los que practicando por tradición normas supuestamente cristianas de conducta, tenemos el corazón lejos de Jesús, no nos apegamos a él, no lo reconocemos como nuestro Salvador y Señor, y lo abandonamos en su soledad. Somos demasiados los que nos peleamos por una palabra, por un gesto, y nos quedamos indiferentes ante el dolor de Cristo en los pobres, en los que sufren. Somos muchos, demasiados, los que poseídos por un demonio de soberbia, hemos renunciado a buscar con el que busca, a esperar al que se detiene, a animar al que decae en el camino,
 
¡Puede que, pese a nuestras muchas certezas, pese a nuestras tradiciones, todavía no hayamos empezado a creer!
 
Es hora de volver los ojos hacia nosotros mismos, para ver qué hay de Dios en nuestro corazón.
 
Feliz domingo.
 

Domingo XXI: DIOS, AMOR VULNERABLE



Aquellos discípulos dijeron: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”, y, decepcionados, “se echaron atrás y no volvieron a ir con él”: ¡El poder entusiasma, el amor escandaliza!

Los que ahora abandonan a Jesús, son los que antes se habían embarcado y habían ido en su busca.

Lo buscaban, porque, visto el signo que había hecho, le atribuían el poder de hacerlo siempre. Es fácil el entusiasmo por alguien que nos puede dar cada día pan abundante, sabroso y de balde.

Lo abandonan, porque, oída la revelación de una donación que llega hasta la entrega de la propia vida, consideran que no les tiene cuenta entrar en ese intercambio de amor.

Considera la vulnerabilidad de quien ama, la soledad a la que se expone, la noche a la que se abandona.

Intuimos esa soledad en las palabras de Jesús a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?

En Cafarnaún, Pedro respondió en nombre de los Doce: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”.

En Jerusalén, cuando el amor consumará la entrega de Jesús, todos lo abandonarán, y Pedro negará haberlo siquiera conocido.

Nuestra Eucaristía de hoy es sacramento del Cuerpo entregado de Cristo, de su Sangre derramada por todos; tu Eucaristía es revelación del amor extremo con que Cristo te ha amado. Quienes en este sacramento hayan buscado otra cosa que no sea el amor, habrán descubierto, o no tardarán en descubrir, que no les tiene cuenta continuar la búsqueda. Para mí, para ti, es hoy la pregunta del Señor: “¿También vosotros queréis marcharos?

También conmigo, contigo, el Señor se arriesga a la soledad del amor.

¡Amor de Dios! ¡Amor vulnerable! ¡Sólo Amor!

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 De los escritos de San Francisco de Asís:

Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos, para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega” (Carta a toda la Orden, 29).


Domingo XX: “DAOS CUENTA DE LO QUE EL SEÑOR QUIERE”


(Homilía en la Catedral)


La Sabiduría se ha construido su casa… ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa”. Nuestra fe entiende que nos están hablando de Cristo el Señor, de la casa que la Sabiduría de Dios ha levantado para nosotros, y en la que ha dispuesto su banquete. La fe entiende que se nos está hablando de la Eucaristía en la que participamos, de la Palabra de Dios que escuchamos, del Pan de Dios que comemos.

La fe te dice que en la mesa de la divina Sabiduría, en la Eucaristía como en la Encarnación, se te ofrece Cristo Jesús.

En nuestra debilidad, no alcanzamos a intuir la grandeza de ese don divino; por eso, humildemente, buscamos luz que nos guíe hacia las profundidades del misterio.

Por un momento, imagina sin Cristo la vida de María de Nazaret. Habrías de pensarla sin la plenitud de gracia que vio en ella el ángel de la anunciación; habrías de pensarla sin la turbación de aquella hora y sin su plenitud de alegría; habrías de pensarla sin la maternidad virginal que se le anuncia, sin la virginidad fecunda que conoció, sin los innumerables gestos y palabras que aquella mujer había de guardar en el corazón.

Por un momento, imagina sin Cristo el camino de los leprosos que se encontraron con él. Los habrías dejado con la maldición de su lepra, con su impureza, con su marginación, con su vida sin más futuro que la muerte.

Por un momento, imagina sin Cristo el camino de los ciegos que él curó, y los entregarías de nuevo a un mundo de oscuridad.

Por un momento, imagina lejos de la cruz del Nazareno la cruz de aquel ladrón que nada pidió sino un recuerdo en los días su Reino. Si de aquella cruz alejas la de Cristo, le habrás arrebatado a aquel ladrón el paraíso.

Ahora ya puedes decir qué te faltaría a ti si te faltase el pan que para ti ha preparado la Sabiduría de Dios; ahora ya puedes decir quién es Cristo para ti: Mi alegría, mi gracia, mi paz, ni luz, mi esperanza, mi justicia, mi vida, mi paraíso, mi todo, mi Dios.

La fe, que ilumina el misterio de lo que recibo, ilumina el misterio de lo que he de dar. El que se puso a mis pies para lavarlos, el que todo se me entregó para que yo viviese, me dijo: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis”, pues “el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía”.

Puede que ésa sea nuestra última y nuestra primera vocación: llevar alegría, gracia, paz, luz, esperanza, justicia, vida a la mesa de los pobres. Puede que así vean en nosotros a Cristo Jesús. Puede que así vean en nosotros el rostro amoroso de Dios.

Domingo XX: LA PALABRA SE HIZO HOMBRE PARA SER NUESTRO PAN



La Sabiduría se ha construido su casa… ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado sus criadas para que lo anuncien… Venid a comer mi pan”.
Considera la palabra sapiencial como palabra profética que se ha cumplido en el misterio de la encarnación: “La Palabra de Dios se hizo hombre, y acampó entre nosotros… De su plenitud todos nosotros recibimos”.
Pregunta a los que a ella se han acercado, y te dirán lo que han hallado: Retrocede el espíritu del mal, a la mujer se le da la mano para que se levante, los leprosos quedan limpios, los enfermos son curados, los pecadores son perdonados, descreídos y recaudadores se sientan a la mesa de Dios, porque Dios ha salido a buscarlos. Come a la mesa de la sabiduría la mujer que amó mucho, el publicano que no se atrevía a levantar la cabeza, la adúltera amada, el ladrón acogido al asilo del paraíso. A la mesa del Reino se sientan los pobres, los inexpertos, los faltos de juicio, y hasta intuimos que allí se ha sentado el centurión que dirigió a los soldados de la crucifixión. “Los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada”.
Considera el modo en que la Sabiduría ha preparado el banquete: La Palabra, haciéndose hombre, se revistió de nuestra frágil condición, cargó con nuestras debilidades, comulgó con nuestras miserias.
Considera ahora, Iglesia amada del Señor, la eucaristía de tu domingo. “La mesa está servida, caliente el pan y envejecido el vino”. Escuchando y comulgando te has sentado a la mesa de la Sabiduría. Escuchando y comulgando te haces de Cristo, te revistes de inmortalidad, y eres fortalecida para caminar hasta el monte de Dios. Escuchando y comulgando eres justificada con justicia divina, y recibes vida eterna, pues “el que come de ese pan vivirá para siempre”.
Sal a los caminos e invita a todos los pobres al banquete de esperanza que ha preparado para ellos la Sabiduría.
Feliz domingo.

Domingo XIX: “YO SOY EL PAN VIVO QUE HA BAJADO DEL CIELO


Considera quién es el que dice: “Yo soy”. Aquel día, en la orilla del lago de Tiberíades, lo dijo Jesús de Nazaret. Hoy, a la comunidad reunida para celebrar los misterios de la redención, nos lo dice el Señor resucitado. Que al acoger su mensaje, tu fe no olvide la gloria del mensajero que nos lo trae. Entonces, en aquella orilla, y ahora, en tu celebración, quien habla es la Palabra hecha carne, quien se revela es la Luz de Dios hecha luz del mundo, quien te visita es la Vida eterna, entregada por el amor de Dios para que sea tu Vida.

Considera ahora lo que dice: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”. Entonces, los que tenían la certeza de saber quién era Jesús, porque conocían a su padre y a su madre, se escandalizaron de lo que Jesús les decía, y cerraron la propia vida a la fe en él. ¡Porque saben, no creen! Lo que saben, los aparta de lo que no saben. Lo que viene de la tierra, los aparta de lo que viene de lo alto. Lo que tienen, los aparta de lo que necesitan. ¡Porque saben, la Vida, que para ellos viene de Dios, pasará a su lado y no la recibirán!

Ahora, Iglesia de Cristo, déjame imaginar tu encuentro con tu Señor en la eucaristía. Las palabras que tú oyes son las mismas que oyeron los que no creyeron: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”. Pero tú, por la fe, las guardas en el corazón, y en el corazón se te hacen deseo de comer ese pan, hambre de vida eterna, esperanza de comunión con el que es la resurrección y la vida. Comerás, y con la fuerza de ese alimento celeste subirás hasta Dios. Gustarás en el sacramento el pan de la vida, y en el pan que has gustado conocerás la bondad del Señor: “¡Dichoso el que se acoge a él!”

Pero aún son muchos los misterios que encierran las palabras que has guardado en el corazón, y habrás de meditarlas si quieres asomarte a ellos.

Al decirte, “yo soy el pan”, el Señor resucitado te dice: «Yo soy para ti», pues el pan no existe para sí mismo, sino para quien de él se alimenta. Cree, come, y aprende, comiendo, a ser por entero de aquel que entero se te ha dado para que comieses.

Al decirte, “yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”, también te ha dejado memoria de su abajamiento, hasta el anonadamiento, hasta lo hondo tu vida, hasta lo hondo de tu muerte. La Palabra que estaba junto a Dios, la Palabra que era Dios, se hizo Palabra junto a ti, Palabra para ti, Pan para tu mesa. Pan, he dicho, y nunca hubiera podido decirlo si él no nos lo hubiese revelado, pues si Cristo es pan para nosotros, siendo más que nosotros por ser del cielo, siendo uno de nosotros por ser de la tierra, se ha hecho el último de todos, siervo de todos, al hacerse alimento para todos.

Porque has conocido quién es el Señor para ti, porque has creído en él, has conocido cuál es la vocación a la que has sido llamada: ser, como Cristo, pan sobre la mesa de los pobres, sierva de todos, la última entre los últimos de la tierra.

Feliz domingo.


Domingo XVIII: VER, PARA BUSCAR

Me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros”. Habían comido, había sobrado, y todo por nada, sencillamente porque alguien, al verlos, había multiplicado el pan y les había dado de comer. En realidad, se les había dado un signo por el que, desde el conocimiento del pan multiplicado para ellos por Jesús, llegasen al conocimiento del Pan que les daba el Padre del cielo.

Es fácil, demasiado fácil, confundir la búsqueda de Jesús con la búsqueda de nuestros intereses, de nosotros mismos.

Cuanto más deseable sea la búsqueda y más fácil la confusión, más necesario se hace el discernimiento para que el interés egoísta no ocupe en nuestra vida el lugar que corresponde al Señor.

Si has visto los signos que hace Jesús, creerás en él, escucharás su palabra, comulgarás con él. Si has visto sus signos, te acercarás a él por la fe, fundamentarás en él tu esperanza, te unirás a él por el amor. Si has visto, creyendo, esperando, amando, habrás entrado en un mundo nuevo, un mundo en el que un Pan bajado del cielo es alimento de la multitud, un Pan que a todos da vida eterna y a todos los vuelve pan para la mesa de los pobres.

Si habéis visto signos, buscaréis a Jesús “como busca la cierva corrientes de agua”; lo buscaréis con sed animal, con sed del alma, que es un fuego que abrasa lo más profundo del ser. Si habéis visto signos, buscaréis el Pan del cielo, no por saciaros sin o por daros, no para protestar contra Dios sino para perderos en Dios, no por temor a la muerte sino por amor a la Vida.

Si todavía no has visto, pide el milagro de ver.

Feliz domingo.