Domingo IV de Pascua: EL BUEN PASTOR


No apartes los ojos de Jesucristo resucitado, y se llenarán de luz las palabras de tu canto: “La misericordia del Señor llena la tierra, la palabra del Señor hizo el cielo. Aleluya”. 

Porque Cristo y Jesús es el nombre de la misericordia que llena la tierra, Cristo y Jesús es el nombre del cielo en el que entras por la misericordia que te alcanza.

Tú miras a Cristo, y sabes que la misericordia de Dios te apacienta. En Cristo la bondad de Dios se ha hecho pastor de tu vida. Él es el buen pastor que te conoce por tu nombre, que nunca te abandona, que da su vida por ti. Te vio perdido y te buscó. Te vio amenazado y luchó por ti, defendió tu vida con la suya.

En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: “Yo soy el buen pastor”. Y puede que los fariseos nada entendiesen de lo que él les estaba diciendo.

Hoy eres tú quien escucha la palabra del Señor: “Yo soy el buen pastor”. Y, porque has creído en él, porque la fe te ilumina, lo aclamas como tu salvador, te alegras con tu redentor, y lo reconoces como Señor de tu  vida”.

La fe, que te permite confesar a Cristo, te permite verlo en medio de la comunidad reunida. Allí, en la asamblea eucarística, Cristo resucitado te muestra su Cuerpo entregado, su Sangre derramada, que es como mostrarte las llagas de su cuerpo santo, y te dice: “Yo soy el buen pastor”, yo soy tu pastor. Y nosotros, que lo reconocemos, lo escuchemos y lo recibimos, decimos: “Señor mío y Dios mío”. Hoy, los hijos de la Iglesia, los que tú, Señor, has rescatado de la muerte, vamos repitiendo por los entresijos del día y los rincones del alma tu hermoso nombre: “Jesús”.

Tú eres nuestra única riqueza, pues has querido ser nuestro Pastor. La vida ya sólo sirve para amarte. La vida ya sólo sirve para amar.

Feliz domingo.

Domingo III de Pascua: EL AMOR CONDESCENDIENTE



En eso de no creer, todos eran Tomás, y con todos hubo de ser condescendiente el amor que para todos quería la vida.

El que por ellos había bajado hasta lo más hondo de la condición humana, ahora muestra heridas que la divinidad ya había cicatrizado, y que el amor condescendiente abre de nuevo para que se pierdan en ellas las dudas de Tomás.

El Señor que por nosotros se había hecho siervo, la Palabra divina que por todos se había hecho palabra, súplica, lamento humano, ahora pide de comer, no ya porque él lo necesite para su vida, sino porque nosotros lo necesitamos para la nuestra.

Condesciende con nuestra debilidad el que nos ama, y come para que a nosotros nos alimente la fe, nos habite el Espíritu de Dios, acojamos la paz que viene del cielo, y nazcan de Dios para la vida eterna los que habían nacido de la voluntad del hombre para la muerte.

Hoy somos nosotros los que, movidos por la fe, nos acercamos a Cristo resucitado, al Amor condescendiente, al Buen Pastor de nuestras vidas. Ya sólo nos queda admirar y amar a nuestro Redentor, “aunque es de noche”, bendecir y agradecer a nuestro Salvador, “aunque es de noche”, alegrarnos con nuestro Señor, “aunque es de noche”. “En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo”, “aunque es de noche”.

Feliz domingo.


Domingo II de Pascua: ¡SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO!


La noche de Pascua trajo el evangelio más sorprendente: “No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado”. Antes de que el incienso subiese a lo alto de nuestras iglesias, la oración de la fe subía agradecida a lo alto del cielo, a lo más íntimo de nosotros mismos, a la morada santa del Dios de nuestra salvación. Antes de que la luz inundase de claridad nuestra asamblea, el alma se iluminó de esperanza, de alegría y de paz. Antes de que el Resucitado nos recibiera en comunión sacramental, nuestra fe lo había recibido en comunión espiritual, y sabíamos que, por la fe, era nuestro lo que admirábamos en él, pues nuestra era la humanidad en él resucitada, nuestra su gloria, nuestra su vida.

Ahora aprendemos a discernir su presencia en medio de nosotros. Otro le dará voz, pero hoy será él quien te hable, será él quien te abrace con su paz, será él quien te regale con su Espíritu, será él quien pronuncie contigo tu acción de gracias, será él quien resucitado se te entregue en el pan de la bendición, será él el corazón de la palabra que proclames, será él la verdad de los ritos que celebres, será él el corazón y la verdad de tu confesión: “¡Señor mío y Dios mío!”. 

Cristo ha resucitado, y hoy nos encontramos con él en nuestra Eucaristía.

Feliz domingo.  Feliz Pascua de resurrección.

Domingo de Resurrección: CRISTO HA RESUCITADO


A la Iglesia de Dios que peregrina en Tánger:

Paz y Bien.

Para los clandestinos y los excluidos, los humillados y los esclavizados, para quienes el futuro previsible sea el de honrar la memoria de un joven amigo muerto, para hombres y mujeres que soñaron amanecer en un mundo nuevo y despertaron en la orilla oscura de su mundo viejo, para todos ellos es la buena noticia de la Pascua: “¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. HA RESUCITADO”.


¡Buscar a Jesús!:

En los días lejanos de su infancia marcada por el amor recibido y la pobreza experimentada, habían buscado a Jesús, para adorarlo, unos magos venidos de oriente. Lo habían buscado angustiados también su padre y su madre en una fiesta de pascua, cuando la de Jesús era una adolescencia recién estrenada. Ya adulto, todos lo buscaban, y le llevaban enfermos y pecadores que en él hallaban médico, salud y salvación. Lo buscó Zaqueo el recaudador, pequeño y pobre de justicia y de amigos. Lo buscó la población entera que se agolpaba a la puerta de la casa donde Jesús estaba como si aquella fuese en realidad, no la casa de Pedro el pescador, sino la casa del pan y de la vida.

También lo buscaron con ahínco sus enemigos: Lo buscó Herodes para matarlo, lo buscó Judas para traicionarlo, lo buscó una turba que fue con machetes y palos a prenderlo de noche en un huerto de angustias y de olivos.

Ahora, en la mañana del primer día de la semana, con las primeras luces del día, unas mujeres que habían observado dónde José de Arimatea había colocado el cuerpo de Jesús, lo buscan para embalsamarlo.

Aquellas mujeres habían seguido a Jesús por los caminos de Galilea, lo habían atendido, y luego habían subido con él a Jerusalén. Para ellas, seguir a Jesús había sido algo así como expatriarse de un mundo viejo para emigrar a un reino soñado, en el que Dios era el Rey, y el amor la única ley.

Ahora, abrumadas por la memoria del amor que recibieron y del mundo que soñaron, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé, que han visto enterrado el futuro junto al cuerpo de un hombre llamado Jesús, se disponen a embalsamar las esperanzas perdidas. Les queda un amor abrazado a los recuerdos, les queda un sepulcro donde yace el cuerpo del amado, ¡y queda Dios!

Ellas aman y buscan. Y porque buscan, se les concederá encontrar a quien aman.

Si amas, hermana mía, hermano mío, aun cuando busques a Jesús donde ya él no está, y aunque signo postrero y penoso de tu fe y de tu vida sean sólo perfumes para embalsamar, admirado, puede que espantado, hallarás abierta la tumba y resucitado al que buscas.

Cristo ha resucitado. Alaba al Señor por Jesús el Nazareno, el crucificado.

Tú has resucitado. Alaba al Señor por ti, que crees.

Tu mundo es nuevo. Alaba al Señor por la nueva creación que Dios ha rescatado y que la fe te ha permitido ver.


No está aquí. Ha resucitado”:

Quienes habían buscado a Jesús para escucharle, para atenderle, para seguirle, ahora lo buscaban para embalsamar su cuerpo. Por eso lo buscaban en el lugar donde unas manos piadosas y amigas lo habían sepultado al comenzar el descanso sabático. Quien a partir de la tarde del Calvario busque a Jesús, ya no podrá buscar sino en un sepulcro y a un crucificado.

El joven que en el lugar de los muertos y vestido de blanco parece estar a la espera de las mujeres que se acercan, les dice algo que parece obvio: El que buscáis, “no está aquí”; las mujeres podían ver que el cuerpo de Jesús no estaba allí. Sin embargo, las palabras del mensajero no son una obviedad sino un evangelio.

Aquel “no está aquí” es una buena noticia que el cielo da, y que por sí sola hace nacer en la mente y en el corazón de las mujeres un vivero de preguntas necesarias para que entonces ellas y ahora nosotros podamos acercarnos al misterio de la resurrección: ¿Dónde está? ¿A dónde lo han llevado? ¿Quién lo ha movido? ¿Por qué lo han trasladado? ¿Tú te lo has llevado? ¡Dinos dónde lo has puesto!

Aquel “no está aquí” es una revelación, es el primer resplandor de la Pascua de Cristo, es una forma sencilla de decir: “ha resucitado”. Y cuando el mensajero celeste diga: “ha resucitado”, nosotros entenderemos que aquella es una forma sencilla de decir “dónde está” el crucificado.

Queridos: el mensajero de Dios dice dónde Jesús no está para que le busquemos y le encontremos donde está.

Busca a tu Señor, y lo hallarás dentro de ti: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él”.

Busca al crucificado, y lo hallarás en los pobres: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber… Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.

Busca al que amas, y lo hallarás en su cuerpo que es la Iglesia: “Nadie aborreció jamás a su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia”. De la Iglesia, de ti mismo, puedes decir con verdad: “eres su propia carne”, “él, Cristo, te alimenta, él te cuida con cariño”, “hacéis una sola carne”. Di ti mismo, de la Iglesia, puedes entender que habla el mensajero celeste en la mañana de aquel primer domingo, cuando dice: “Ha resucitado”.

Busca al Resucitado, y lo encontrarás en su palabra: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” ¡Misterio de la divina palabra!: Los discípulos ya se habían encontrado en ella con Jesús, aunque todavía no le habían reconocido. Aún no se habían abierto los ojos para ver al Señor mientras le escuchaban; pero el corazón ya intuía la realidad de su presencia.

Busca al Resucitado, y lo hallarás en sus sacramentos. Por eso, de ti, Iglesia santa, se puede decir con verdad que has muerto y resucitado con Cristo en el bautismo; has sido ungida con Cristo por el Espíritu Santo; ofrecida con Cristo en sacrificio de obediencia; en Cristo purificada con las lágrimas de la penitencia; a él unida en el sufrimiento por la unción de enfermos; a él unida en el amor por el sacramento del matrimonio; a él unida en el ejercicio de su sacerdocio por el sacramento del Orden.

Cristo ha resucitado, y está a la derecha de Dios en el cielo: “(Esteban), lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios; y dijo: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre que está en pie a la diestra de Dios»”. Nadie piense, sin embargo, que estamos excluidos de este encuentro, pues donde Cristo está, también en la gloria de Dios, allí está el creyente que ha sido unido a él por la fe y los sacramentos: “Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios”. “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, nos vivificó juntamente con Cristo –por gracia habéis sido salvados- y con él nos resucitó  nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús”.

No está aquí”, dijo el mensajero. Luego añadió: “ha resucitado”. Y tú ya sabes dónde buscarle para encontrarle: en ti mismo, en los pobres que caminan contigo, en la Iglesia a la que perteneces, en la Escritura que escuchas, en los sacramentos que celebras, en el seno de la Trinidad Santa donde habitas.

Tú buscarás siempre crucificados, clandestinos, excluidos, humillados, esclavizados… Sólo Dios, tu Dios, hará posible que los encuentres en Cristo resucitados con él.


Testigos de la resurrección:

A ti, Iglesia amada de Dios, a ti se te ha confiado el testimonio de la resurrección.

Puede que un día tengas una hermosa doctrina para explicar lo que has vivido y sistematizar lo que has recibido, pero lo que desde esta primera Pascua hasta el último día de la historia has de retener es el evangelio del que eres testigo: Cristo ha resucitado.

Darás testimonio con la palabra, pues en tu palabra, si es verdadera, irá tu vida de pueblo resucitado, tu gozo de asamblea redimida, tu canto de comunidad liberada.

Serás testigo con tu vida: Cristo mirará por tus ojos, curará con tus manos, orará con tus labios, amará con el corazón de tus hijos.

Serás testigo con tu muerte: La de cada día, la de la entrega aprendida mirando a tu Señor, la del abandono en las manos del Padre, la del olvido de ti misma para ser del que amas. Serás testigo con tu atardecer en la paz. Serás testigo, Iglesia y esposa, con tu último y definitivo sí.

Para ti, para tus hijos, para tus pobres, feliz Pascua de resurrección.



Tánger, 8 de abril de 2012.



Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo Martínez
Arzobispo de Tánger

Viernes Santo: TESTAMENTO DE POBREZA Y CONFIANZA


Un día, todos los creyentes en Cristo habremos de hacer nuestra su última oración: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Esta oración es un testamento de pobreza y confianza. Sus palabras saben a sufrimiento, a abandono, a esperanza, a término, a principio, a amor extremo sellado con la muerte. Jesús nos las dejó como regalo añadido a la entrega de su vida. En esta oración todo sabe a amor de hijo.

Un día,  eso esperamos, también nosotros entregaremos a Dios nuestra vida con palabras de hijos, con las palabras de su Hijo.

Jueves Santo: NOS AMÓ HASTA EL EXTREMO


Considera, Iglesia amada del Señor, los misterios que hoy celebras. Aunque no puedes abarcarlos, no dejes de admirarlos; aunque permanezcan insondables para la debilidad de la mente, sean siempre motivo de adoración y alabanza en la asamblea de los fieles y en el corazón de cada uno de ellos.

En esta tarde de gracia todo habla de Jesús y de amor.

Recuerda de dónde nos viene este Hijo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito”.

Celebra lo que hoy la palabra de Dios te revela: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Guarda en el corazón lo que el evangelista dice que Jesús ha vivido: “Habiendo amado a los suyos”; y goza, agradece y bendice por lo que Jesús se dispone a vivir: “Los amó hasta el extremo”.

Por amor recorrió el camino donde, desnuda y medio muerta, tú yacías: te vio, se compadeció, se te acercó, te vendó las heridas, te cuidó. El amor extremo lo despojó de su rango, le ciñó la condición de esclavo, y lo arrodilló a tus pies para que tuvieses parte con él. El amor lo hizo luz para los ojos de los ciegos, limpieza para la corrupción de los leprosos, alivio para el sufrimiento de los pobres, perdón para los pecadores, consuelo para los afligidos, vida para los muertos. El amor extremo, lo hizo cuerpo entregado por sus discípulos, sangre de una alianza nueva y eterna, ofrenda de nuestra pobreza.

El amor lo hizo tuyo; sólo el amor te hará suyo. “Ama, y haz lo que quieras”.

Misa Crismal: UNGIDA


Antes de entrar en la liturgia del triduo pascual, la Iglesia, reunida en torno al obispo, celebra la Misa crismal. En ella, el obispo consagra el Santo Crisma, y bendice los óleos con que han de ser fortalecidos los catecúmenos y los enfermos.

Para entrar en el misterio de estos signos sacramentales, fíjate en el que es la verdad de todos los sacramentos, vuelve los ojos al Ungido, y guarda en el corazón lo que veas en ese espejo de tu propio misterio que es Jesús de Nazaret.

Observa quién lo ha ungido. Lo dice el profeta: “El Señor me ha ungido”. Lo proclama Jesús en la sinagoga de Nazaret: “Él me ha ungido”. Esto es lo primero que has de guardar dentro de ti: Es Dios quien ha ungido a Jesús; y es el Dios de Jesús el que te unge a ti como lo ungió a él.

¿Cómo fue ungido? Jesús fue ungido con la efusión del Espíritu Santo. Así lo había dicho el profeta: “El Espíritu del Señor está sobre mí”. Y Jesús lo declaró cumplido cuando dijo: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Él fue ungido con Espíritu Santo, y con el mismo Espíritu son ungidos los que son de Jesús, los que forman su cuerpo que es la Iglesia.

¿Para qué fue ungido? El profeta había dicho: “Para dar la Buena Noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos”. Y el evangelista lo entendió así: “Para dar la Buena Noticia a los pobres”.

Con ser grande el misterio al que nos hemos asomado, no pienses, sin embargo, que lo hemos agotado, pues aún has de nombrar los dones con que Dios enriquece a aquellos a quienes unge, pues, ungida tú, Iglesia santa, como Jesús, y unida a tu Rey y Señor, eres un pueblo de reyes, unida al Sumo Sacerdote de la nueva Alianza, eres un pueblo de sacerdotes, unida a la Palabra de Dios hecha carne, eres un pueblo de profetas.

Si puedes decir con Jesús, “el Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido, me ha enviado a dar la Buena Noticia a los pobres”, ya sabes cuál es el misterio del crisma y de los demás óleos sobre los que el obispo pronuncia oraciones de consagración y de bendición: Son signo del Espíritu con que Dios nos unge, y memoria permanente de la misión que Dios nos confía.

Has sido ungida, con el signo de los sagrados óleos, con la verdad del Espíritu Santo, para ser enviada por tu Dios con la Buena Noticia a los pobres.

Sin el Espíritu de Dios que te envía, y sin los pobres a los que eres enviada, quedaría sin sentido el misterio de tu unción.



Feliz comunión con el Ungido.



                                         Fr. Santiago Agrelo Martínez, arzobispo