Domingo XIII: EL CENTRO



La fe, la del jefe de la sinagoga, la de la mujer que padecía flujos de sangre, pone a Jesús de Nazaret en el centro de sus vidas.
Aquel día mucha gente rodeaba a Jesús, aún más, lo apretujaban, pero eso no significaba que tuviesen con él una relación personal.
No se nos da razón de la fe de aquel hombre, pero la fe da razón de lo que el hombre hace: “se acercó” a Jesús y, “al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: -Mi niña está en las últimas, ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva”. Este hombre no apretuja, ¡cree!, y hace de Jesús el complemento necesario de todos sus verbos: se acercó a Jesús, vio a Jesús, se echó a los pies de Jesús, presentó a Jesús su ruego, pidió a Jesús que pusiera sus manos sobre su hija, puso en las manos de Jesús la vida que más quería.
No se nos da razón de la fe de aquella mujer, pero la fe da razón de sus pensamientos, de sus palabras, de sus opciones: Oyó hablar de Jesús, se acercó por detrás, una más entre la gente, le tocó el manto; pensaba que, con sólo tocarle el vestido, curaría.
Esta mujer no apretuja, se acerca y ¡roba la fuerza de Jesús!, y Jesús pregunta por el ladrón: “¿Quién me ha tocado?”
Ahora, curada, la mujer se acerca asustada y temblorosa, se echa a los pies de Jesús, y le confiesa todo.
Sólo la fe hace posible que nos acerquemos a Jesús, que lo veamos, que nos echemos a sus pies, que le roguemos, que le toquemos, que le robemos, que vivamos por él.
Sólo la fe pone a Jesús en el centro de nuestras vidas.
En nuestra eucaristía la fe nos permite escuchar la palabra del Señor, recibir su paz, comulgar su Cuerpo. No la celebramos para apretujar, sino para creer y robar, creer en Cristo Jesús, y robarle su fuerza de vida.
Feliz domingo.

Natividad de San Juan Bautista: CUANDO EL NOMBRE DICE LO QUE SOMOS.

El cielo lo llamó Juan, porque aquel niño era de Dios, porque Dios lo había querido, Dios lo había regalado al deseo de unos padres, Dios lo había escogido, Dios había creado sus entrañas, Dios lo había tejido en el seno materno.
Y Dios también a ti te llamó por tu nombre.
Sólo Dios le podía dar un nombre verdadero, pues para Dios solo, cuando aquel niño nació, eran ya familiares todas tus sendas.
Y Dios lo llamó Juan.
Con el nombre, el cielo le dio el espíritu y el poder de Elías, le dio palabras de fuego con que allanar en el desierto los caminos del Señor, lo hizo testigo de la Luz, heraldo de la Palabra.
El que pronunció su nombre, lo hizo espada afilada en su mano, flecha bruñida en su aljaba.
Y Dios estaba con él.
Aquel niño que, al aire del Espíritu, había conocido la llegada del Salvador de los hombres y había saltado de alegría en la oscuridad del seno materno, enclaustrado un día en el seno oscuro de una cárcel, desde el no saber pedirá luz a la Luz, desde la noche pedirá una certeza a la Verdad, desde el silencio pedirá a la Palabra un eco de su misterio.
Y Dios también a ti te llamó por tu nombre, hermano mío, hermana mía, para una danza de fiesta por la salvación que en Cristo nos ha visitado, para que en el seno de la Iglesia des testimonio de Cristo, para que hables de Cristo, muestres a Cristo, sigas a Cristo, seas de Cristo, comulgues con Cristo. Dios te llamó por tu nombre para que vivas en Cristo, para que Cristo sea tu vida.
Tu ser más profundo se encierra en el misterio del nombre que Dios te ha dado.

Domingo XI: NO TEMAS



No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino”. Son palabras de Jesús a sus discípulos, a los de ayer y a los de hoy. Entonces y ahora los discípulos se inquietan por la vida, por el cuerpo, por el futuro, por la propia debilidad, por el poder del mundo que los amenaza. Para ellos, entonces y ahora son una evidencia las razones del temor, y son misterio los motivos de la esperanza.
No temas, pequeño rebaño”, aunque camines por cañadas oscuras, no temas aunque sientas como un puñal en las entrañas la prueba de la fe. No temas verte semejante a tu Maestro y Señor en su hora, en su noche; no temas verte despreciado como él, ultrajado, ensuciado, perseguido, crucificado.
No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino”. El Padre lo ha escondido en tu oscuridad, lo ha sembrado en ti, y aunque el sembrador duerma de noche, la semilla germina y va creciendo, y tu tierra, ella sola, va produciendo la cosecha que el Espíritu de Dios madura en ti para la siega.
Escuchando y creyendo comulgas la palabra de Dios, escuchando y creyendo comulgas el cuerpo de Cristo, el grano de mostaza, la más pequeña de las semillas, el Reino que se te da, para que Cristo crezca en ti, para que tú crezcas en él, para que seáis uno, para que en Cristo y en ti puedan encontrar cobijo los pobres de la tierra.
No temas, pequeño rebaño”.
Feliz domingo.

Solemnidad del Corpus Christi: EL AMOR ANULÓ LA DESPROPORCIÓN


La razón dice que, en la relación de Dios con el hombre, es Dios el que siempre pierde, pues siendo él el Bien, el sumo Bien, el todo Bien, nada puede de nosotros recibir que a él le falte, nada le podemos ofrecer que de él no hayamos recibido.

Aunque en la relación con Dios no hubiese de considerar el abismo que se abre entre su santidad y mi pecado, para el asombro bastaría considerar la desproporción que acepta el Dios de la alianza, cuando dice: “Vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios”.

Lo dice la razón y lo dice la fe: ¡No hay proporción entre lo que se recibe y lo que se da! No hay proporción, pues Dios nos recibe a nosotros, y nosotros recibimos a Dios.

No pienses, sin embargo, que el amor que te ha buscado en lo hondo de tu miseria, te ha abandonado donde te halló, pues si Dios bajó hasta ti, fue para subirte hasta él.

Recuerda, pues has de agradecerla siempre, la sangre de la alianza que hizo el Señor con nuestros padres sobre los mandatos de su santa ley. Pero fija la mirada de tu corazón en la sangre de la nueva alianza, fíjate en el que dice: “Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos”. Si consideras las palabras, son palabras tuyas, palabras de hombre, palabras familiares para una humanidad que sufre. Si consideras quién las pronuncia, también es uno de los tuyos, también es hombre, también conoce de cerca lo que quiere decir “sangre derramada”. Si consideras dónde habla y qué hace, reconoces la mesa, el pan y el vino de tu cena pascual. Todo es tuyo ¡y todo es de Dios!, pues la sangre que sella la alianza nueva es la sangre del Hijo, y la alianza la hace Dios, no ya sobre los mandatos de la antigua ley siempre transgredidos, sino sobre el amor del Hijo, sobre la fidelidad del amado, sobre la obediencia del predilecto, sobre el cuerpo entregado Jesús de Nazaret.

En esta alianza nueva, a Dios le responde en el hombre el amor mismo Dios.

Éste es, Iglesia santa, el misterio que hoy puedes contemplar y gustar, pues, pues por la acción del Espíritu de Dios en ti y en tu eucaristía, comulgas con aquel Hijo, con el predilecto, con Cristo Jesús. Para esto te ha dejado el Señor el pan y el vino de su cena, para que, siendo una con Cristo, puedas ser de Dios en él, para que puedas amar a Dios con él, para que puedas obedecer a Dios como él, para que la gracia anule la desproporción que te impone la naturaleza, pues también tú, aunque pobre y pecadora, responderás a tu Dios con la fidelidad de su Hijo, con el amor de su Hijo, con la obediencia de su Hijo.

Feliz día del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.