DOMINGO I ADVIENTO: El Señor se acerca



Se acerca vuestra liberación”. El nuevo año litúrgico empieza con el Tiempo de Adviento, primera etapa del ciclo de la Navidad. La comunidad eclesial se dispone para recibir al Señor que viene. Son muchos los que, tal vez por nuestra indolencia, tal vez por nuestros pecados, no conocen al Señor, no esperan al que viene, no aman al que es su salvador. Llega el Amor, y puedo cerrarle la puerta. Llega mi Dios, y puedo negarle la entrada en mi corazón. Pues del Amor se trata y de mi Dios se habla cuando Jesús nos dice: “Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”.
Todos verán al Hijo que viene, y el creyente, cuando lo vea, sabrá que se le acerca la liberación, pues ese Hijo trae el derecho que deseamos, la justicia que necesitamos, ese Hijo es nuestra libertad.
Por eso, aunque peregrinos y extranjeros en el mundo, ya nos levantamos –resucitados- y alzamos la cabeza, pues en la palabra de la Escritura que escuchamos, en la divina eucaristía que celebramos y recibimos, en los pobres que acogemos y cuidamos, se nos acerca el que nos ama, “se acerca nuestra liberación”, se nos acerca nuestra justicia, se nos acerca Cristo Jesús, nuestro salvador.
Considera el misterio de este encuentro. Considera la dicha que lo acompaña, pues aquel a quien esperas es plenitud del bien que puedes desear; esa dicha se te hace fiesta cuando celebras la venida de tu Señor en el domingo y en el tiempo de Navidad. Pero considera, al mismo tiempo, el sufrimiento que le es inseparable, pues a tu Señor, en su palabra lo reconoces tantas veces ignorado, en la eucaristía por muchos no recibido, y en los pobres privado de cuidados y humillado.
No quiero dejar tampoco en el olvido otra venida del Señor, otro encuentro con nuestra liberación, un tiempo que la naturaleza teme y el espíritu anhela, pues se trata de la muerte, siempre oscura, aunque más allá de ella la fe ve brillar la gloria de Cristo resucitado.
Sea que esperemos al Señor en la Eucaristía, en la Navidad, en los pobres, en la muerte, o en la consumación de los tiempos, conforme a su mandato esperamos en pie, alzada la cabeza, con la certeza de que, con él, llega nuestra liberación. Y mientras esperamos, amamos, de modo que, cuando venga, nos presentemos con él “santos e irreprochables ante Dios nuestro Padre”.
Feliz espera. Feliz Adviento. Feliz encuentro con el Señor.

DOMINGO XXXIV: JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO



En la eucaristía y en los pobres nos visita… ¡El Rey!

A un pobre, juzgado por sanedrines teocráticos y magistrados imperiales, condenado por todos, ajusticiado como blasfemo, como esclavo y criminal, y sellado en un sepulcro para enterrar allí con su cuerpo también su memoria, a ese pobre los cristianos lo celebramos en la liturgia de cada día, que es lo mismo que decir, lo recordamos con agradecimiento y con fiesta, y lo declaramos, no sólo nuestro Rey, sino El Rey del universo, ¡El Rey!
Interrogado por el procurador romano: ¿Eres tú el rey de los judíos?, Jesús de Nazaret, un hombre despojado de todo poder, un acusado a quien todos podían escupir y despreciar, humillar y atormentar, responde: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.
Ese hombre, Jesús, con su púrpura de burla, su corona de espinas, su trono de crucificado, ése es el Rey ante quien nosotros nos inclinamos, henchidos de luz los ojos, henchido de gozo el corazón; ése es el Rey a quien hoy aclamamos diciendo: El Señor reina, vestido de majestad.
En ese hombre, en ese pobre, en su abandono, en su debilidad, reconocemos el amor que da consistencia al universo, la fuerza que lo mueve; en ese retoño sin aspecto que pudiéramos apreciar, en ese desecho de hombre, reconocemos al Hijo más amado, en quien el Padre quiso fundar todas las cosas: Así está firme el orbe y no vacila.
En ese crucificado reconocemos a Aquel que nos amó y nos liberó de nuestros pecados y nos ha convertido en un reino, y nos ha hecho sacerdotes de Dios.
De ese hombre nos fiamos. A ese Rey le abrimos de par en par las puertas de nuestra vida.
Sea que lo recibamos resucitado y humilde en la divina eucaristía, sea que lo recibamos herido y necesitado en el cuerpo de sus pobres, es siempre el Rey quien entra en nuestra vida, es el Señor quien se sienta como rey eterno, es el Señor quien bendice a su pueblo con la paz.
Pero éstas son sólo cosas de la fe, misterios que la fe revela, alegría que ella pone en el corazón, luz que ella enciende en la mirada. El milagro de la fe nos permite ver al Rey, recibirlo y abrazarlo en la Eucaristía y en los pobres.

DOMINGO XXXIII: “ME SACIARÁS DE GOZO EN TU PRESENCIA”


Hemos llegado a los días finales del Año litúrgico, y la comunidad creyente vuelve la mirada a los acontecimientos últimos de la historia de la salvación. Hoy, a la luz de la fe, la Iglesia contempla la venida del Hijo del hombre “sobre las nubes con gran poder y majestad”.

La eucaristía que celebramos es anticipación sacramental de aquel día de consolación que esperamos.

El que hoy nos reúne para que escuchemos su palabra y lo recibamos en comunión, en aquel día reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos. El que hoy es pan para nuestro camino, será nuestra vida en la meta alcanzada. El que es ahora nuestra esperanza, será entonces nuestra gloria.

Considera, Iglesia amada del Señor, el misterio de la eucaristía que celebras, y vuelve a pronunciar las palabras de tu oración: “El Señor es el lote de mi heredad… con él a mi derecha no vacilaré”. Entra en el amor que te envuelve: Dios es tu herencia; Dios es tu fuerza; Dios es tu Dios… Las palabras de tu oración se han llenado de significado nuevo: “Se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas”. El salmista de la alianza antigua no pudo conocer esa alegría tuya, no pudo experimentar tu gozo, pues él sólo conoció figuras de las realidades celestes que tú has podido gustar.

Con todo, tú que gozas con la verdad de lo que has recibido, suspiras siempre por alcanzar lo que todavía esperas. Tú sabes del que amas, y gozas ya con su presencia; pero lo ves todavía en su pequeñez sacramental, en su soledad, en su abandono de Amor no amado. Tú sabes del que amas, y él es ya tu dicha, pero sólo puedes abrazarlo pobre, sólo puedes ser feliz con lágrimas, sólo puedes conocer esa amargura dichosa. Y sueñas otro tiempo, deseas otro encuentro, buscas otra dicha: “Me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha”. Por eso, con los ojos puestos en el futuro, oras y trabajas para que amanezca el día en que puedas, finalmente, abrazar sólo hambrientos saciados y descubras que Dios es la herencia de los pobres.

¡Ven, Señor Jesús!

DOMINGO XXXII: MATEMÁTICAS DE DIOS…





Esto lo escribí hace tres años, y hoy no encuentro nada más que decir:
«Cuando decimos ‘poco’, estamos diciendo ‘escaso’ o ‘corto’ en cantidad o en calidad. En la aldea de Sarepta, escasa de vecinos y de renombre, aquel día escaseaba todo lo que cuenta en la vida de una persona: era poca el agua, un puñado la harina, y exiguo el aceite; era poca la leña, era corto el futuro, y era tasado, por no decir mezquino, el amparo de que podían gozar aquella mujer y su hijo, pues ella era sólo una pobre viuda.
Aquel mismo día, andaba Dios atareado en buscar a alguien que amparase a un profeta, y para esa misión -¡cosas de Dios!- escogió a la viuda pobre, a una mujer desvalida que, agotados el pan y la esperanza, se disponía a morir.
En realidad, aquel día, andaba Dios ocupado en abrir caminos para salvar la vida de los desamparados: la de la viuda y su hijo, la del profeta… la de todos aquellos que en esta historia están representados y prefigurados.
La viuda, su necesidad, su fe, representa y recuerda la peregrinación de Israel por el desierto, un camino de penuria recorrido con la fuerza de un pan que bajaba del cielo y un agua que brotaba de la roca. En aquella viuda, en su necesidad, en su fe, puedes ver prefigurada la historia de Jesús de Nazaret, historia de un pobre que, tomando en sus manos el último pan, nos entregó con él su vida entera.  En la viuda de Sarepta, en su necesidad, en su fe, puedes ver prefigurada tu propia historia de Iglesia amada de Dios, de Iglesia pobre, de comunidad creyente, a quien su Señor pide el último panecillo, ese puñado de harina, ese poco de aceite, de los que todavía puedes disponer, y que entregados –entregado con ellos todo lo que tenías para vivir-, hacen posible el milagro de que nunca falte en tu casa pan para los pobres: ¡Nunca tu “orza de harina se vació ni la alcuza de aceite se agotó”!
¡Matemáticas de Dios!: Cuando lo das todo, ganas lo que pierdes, sumas lo que restas, y te dispones a vivir, no a morir…
Hoy se unen a tu oración todos los que comparten tu necesidad y tu fe, todos los que viven por tu pobreza entregada. Es un coro innumerable para un único canto de alabanza: “Alaba, alma mía, al Señor”, que mantiene su fidelidad perpetuamente”.
Feliz domingo.

DOMINGO XXXI: "YO TE AMO, SEÑOR"




Lo dijo el salmista, y tú lo vas diciendo con él: “Yo te amo, Señor”.
Y porque amas a tu Dios, vas marcando con su nombre vigilias y sueños, tu cuerpo y tu mente, tu familia y tu casa; porque lo amas, guardas su palabra en el corazón, en el alma, en todos los rincones de tu ser.
Tu amor se desahoga en un cauce de nombres innumerables que no pueden agotar tu agradecimiento, nombres grabados en la memoria, repetidos en la oración, confiados a los amigos, susurrados en la intimidad del corazón: Mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi libertador, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Con el salmista vas diciendo a tu Dios nombres que evocan la salvación del pueblo amenazado por la violencia del enemigo. Pero la fe intuye que evocan también la serena quietud del niño en el regazo de su madre, el confiado abandono de la Iglesia en los brazos de su Salvador.
Yo te amo, Señor”. Detrás de tu declaración de amor, llenándola de ardor y de verdad, están la gracia de tu Dios y tu necesidad, su fuerza y tu debilidad, su regazo y tu pequeñez, su brazo y tu soledad.
Yo te amo, Señor”. Se lo dices por lo que él es para ti, y por lo que tú eres a sus ojos, por lo mucho que eres amado, por lo mucho que necesitas de ese amor.
Yo te amo, Señor”. Se lo dices, y el amor va desgranando nombres de tu Dios que todavía no habías pronunciado: Mi Dios encarnado, mi Dios excluido, mi Dios perseguido, mi Dios emigrante, mi Dios clandestino, mi Dios escarnecido, mi Dios crucificado, mi Dios resucitado, mi Dios resucitador.
Yo te amo, Señor”. Hoy vienes a mí con nombres de Eucaristía: Mi Dios sacramentado, mi Dios pan de vida, mi Dios bebida de salvación, mi Dios entregado.
Yo te amo, Señor”. Mis ojos no se apartan de ti, de tu cuerpo, de tus sueños, de tus miedos, de tu angustia, de tus lágrimas, de tus heridas… Tú eres mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi libertador, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Yo te amo, Señor”…